
Cuando tenía catorce o trece años conocí a una chica. Teníamos la edad suficiente como para disfrutar de la inconsciencia. En ese tiempo no me gustaba el cine. No voy a decir que no me importaba…ni siquiera lo pensaba. Ella era morocha y vivía en Canelones (yo en Montevideo), y si bien las distancias acá son un chiste para cualquier europeo que viaja tres horas todas las mañanas, teníamos la edad suficiente para disfrutar de esa virtual lejanía de una hora y poco de ómnibus y de querernos así. Después del verano que la conocí no la había vuelto a ver, después de verla durante casi un mes de corrido en Los Titanes. Ya era mayo o junio. Desde febrero nos habíamos hablado por chat y por mensajes de texto. Un día me avisó que venía a Montevideo e inevitablemente sentimos la necesidad y la obligación de vernos. Tanto hablar para morir en Canelones no tiene gracia, pensaría ella. Así que la invite a ir al shopping. Le dije que me avisara y que podía pasar a buscarla y ella me dijo que se arreglaba. Me resultó extraordinario, porque ni yo mismo me hubiera podido arreglar muy bien yendo a buscarla, y porque era de otra ciudad y me imaginé la hazaña que implicaría para ella y el valor que tenía, y aunque probablemente no en esos términos, mientras iba en el ómnibus como nunca antes dediqué todo el viaje a pensar en el rostro de alguien. Mientras iba en el ómnibus me llamó. Nunca le había escuchado la voz desde el verano, y probablemente nunca la había escuchado tan cerca del oído. Me dijo que iba a ir con una amiga porque (razones que no recuerdo y prefiero no inventar). Entonces le dije que yo también podía llevar a un amigo y ella dijo que estaba bien. Me bajé del primer ómnibus en lo de este amigo, lo llame y nos subimos al otro. Otra vez, nunca antes había dedicado un segundo viaje en ómnibus completo a intentar explicarle a alguien el rostro de una mina. Cuando llegamos la imagen se reconstruyó. Para empezar era rubia, pero no importa; juegos de la mente. Ellas ya estaban ahí, en la puerta del cine, y nosotros avanzábamos buscando algo donde posar la vista que implicara evitar sus ojos que estaban clavados en nosotros, no por nada especial; probablemente su mente también le había jugado algún juego y estaba descubriéndome de nuevo. Ella evitó por completo cualquier saludo cordial y me abrazó y apoyó un cachete en mi hombro. Yo le abracé la cintura. Ella me soltó y yo no pude. Mirándome me dio una bolsa con un disco de los Rolling Stones (el Bigger Bang) que acababa de comprar y me dijo que era un regalo. Teníamos la edad suficiente como para que no nos importara, al punto de que ese día terminamos juntando monedas entre ella, mi amigo y la suya para comprarle un globo que según me dijo ató en los pies de la cama. El disco lo escuche durante tres o cuatro veranos más. Ella saludaba a todo el que pasaba por al lado. La amiga también. Nosotros mirábamos como bichos raros. Decidimos durante una hora qué película ver y al final entramos. Las entradas no eran numeradas entonces yo me senté con ella en una punta y los otros dos en otra. No me acuerdo qué película era, pero me acuerdo del rostro y del susurro y de la voz que ahora se escuchaba más cerca que en el teléfono. Se apagaron las luces y el mundo se volvió nuestro.
La música sonaba por nosotros. La imagen brillaba por nosotros. El susurro de lo que nos decíamos era igual de intenso que el que salía por los parlantes. El calor de las manos traspiradas. Nada a un lado y nada al otro. Nada atrás y nada adelante. Estábamos en ningún lugar. Solos al fin en un mundo en el que no es tan sencillo estar solo con alguien a los trece años. En un mundo tan privado que recordaba el de las noches en Los Titantes el verano pasado en las calles que nadie ilumina. En un mundo tan privado como el de mi amigo y la otra mina, igual que el de una pareja que estaba más atrás, igual que el de tres minas que gritaban adelante. Mientras ella se acercó a decirme algo del disco le miré los ojos que se aparecían aleatoriamente en el aire. Cuando yo le dije que sí ella empezó a contarme otra cosa. Dobló las rodillas para poner los pies en el asiento y le quedaron a la altura del rostro frente a mí que ya estaba inclinado de perfil a la pantalla. Cuando yo le respondía ella apoyaba la cara en las rodillas y se le arrugaba la boca. Doblé una rodilla para apoyar un pie en el asiento y poder escuchar lo que decía, y en ese momento miramos la pantalla: un tipo tirado en el suelo, un mono cerca y la gente se reía. Me acerqué para preguntarle si sabía quien era el mono. Se río y como en el abrazo, volvió a apoyar el cachete en mi hombro. Me seguía hablando, con la cabeza medio inclinada, los dos mirando la pantalla y cruzando la vista cada tanto. Entonces hizo lo mismo que en sus rodillas pero en el hombro y se le arrugó la boca y me acerque para darle un beso y ella sencillamente esperó –porque la distancia era mínima- mientras arrugaba los labios ahora sin rodillas ni nada. Cuando el beso se detuvo y hubo que abrir los ojos, los suyos seguían apareciendo aleatoriamente mientras respirábamos y ella volvía a doblar las rodillas y yo hacía lo mismo. Confirmando aún más ese mundo privado que generó la oscuridad y una luz que nos aplastó a todos por igual durante una hora y media, que por fin nos sacó de ahí y nos puso en un tiempo de un presente casi eterno. Sin ningún pasado. Sin ningún futuro.
Debe haber alguna forma de salir de aqui.
(un cuento)
¿Quién va al cine?
Números e ideas que intentan entender a donde va el cine y por dónde es que se va al cine.
Ahí reside el espectáculo de las películas. En la posibilidad de la inexistencia, de sumergirte en otro mundo, en otro tiempo. Por eso Truffaut dijo alguna vez que para él en su adolescencia el cine había funcionado como una droga, porque hay un punto en el que se exceden los límites clasificables e inteligibles, y uno no es absolutamente nadie en esa sala. O mejor aún, uno es igual al de al lado, porque ambos están expuestos al mismo posible efecto. Luego uno crece y empieza a odiar a los que solo van al cine a besuquearse, pero hoy y a los trece años podría decir que el fin es el mismo; la distracción efímera. Hoy lo que varían son los resultados, y puedo decir que nunca antes hasta hace poco había dedicado un viaje entero de ómnibus a intentar inventar una película (a esta altura ya es casi un deporte) Desde luego, la distracción no es el único fin de sentarse frente a una película, pero es bueno aceptar que es una posibilidad que el cine proporciona.

Inevitablemente a medida en que se ha avanzado en la construcción de aparatos que acercan cada vez más el cine al hombre y a la comodidad de la posición de su cabeza (eso de “desde la comodidad del sillón” ya suena a prehistoria) se ha afectado el vínculo del espectador con las salas. Me he dormido en mi casa viendo la misma película que en el cine no me dejó cerrar los ojos. Pero parece una ventaja tener la cuarta película que hizo Bergman cuando filmaba con la cámara que le ganó a Sjöström en un póker a un click, y poder verla incluso mientras uno viaja en ómnibus. La pregunta es si realmente es una ventaja.
Que es una comodidad es innegable, y que es más barato también. Uno se siente prehistórico yendo a un videoclub cuando el vecino se baja todas las de Rambo por 0 pesos. “Ah…el videoclub no existe más” me dice el tipo que tiene por lo menos cuarenta años más que yo. ¿Y el cine tampoco? El 3D probablemente es la mejor excusa que tienen hoy las películas ahora para invitar al gran público a las salas, porque aún los que tienen 3D en la casa son pocos. Ahora fui a ver la última de los Coen al cine. A un cine popular como el del shopping, e igualmente (en horario central y todo) no habían más de cuarenta personas, en una sala en la que probablemente entran doscientas. ¿Qué pasó con la última de los Coen entonces? En Estados Unidos se estrenó el año pasado y la mitad del público que iría a verla ya la vio por internet porque tuvo un tiempo de casi once meses desde que salió allá. Con Woody Allen aquí los distribuidores se avivan más. Cuando estrenaron Blue Jasmine no hacía más de 3 meses que se había estrenado en Estados Unidos, y permaneció en cartel hasta hace unas semanas (desde principios de diciembre) y soy testigo de haberme quedado sin entradas cuando fui a verla y tener que esperar por la siguiente función. Aunque claro, son públicos diferentes. El que va ver la última de Woody Allen tiene la edad de mi vecino que ve las de Rambo, y con la excepción de él (que a propósito piensa que Woody Allen después de Vicky Cristina Barcelona se convirtió en un jubilado con una cámara) y algún otro, su manejo de internet es menor que el de los “jóvenes” que van a ver la última de los Coen, que aunque tal vez sean más viejos que yo ellos sí pudieron conseguirla por internet, o la gran mayoría.
Nada puede igualar la experiencia del cine, porque en última instancia te implica salir de tu casa, salir de tu mundo para sumergirte en otro. Uno puede sumergirse en la tele o en una computadora, pero menos. Igual de todas formas pasó lo que pasó. En principio la idea fue acercar el cine al mundo, a la gente. El primer paso fue la televisión (1950 - 1960) y más tarde el VHS (1970-1980) fue el quiebre total. La gente entonces vivió la posibilidad de rever películas, de ver en casa los estrenos al poco tiempo de que los bajaban del cine. Y en paralelo vivió la posibilidad de entretenerse con la señal de televisión además de con el cine, que igual que internet era mucho más barato sino gratis. Y los resultados fueron evidencia de que los grandes públicos comen lo que hay para comer, y que si el entretenimiento esta en el cine se va al cine pero si el entretenimiento esta en casa se queda en casa.
En Estados Unidos y Canadá en 1920 había 18.750 salas de cine, que en 1969 –nueve años después del televisor- se convirtieron en 14.800. En América Latina el auge fue en los 60 con 12.942 salas que en el 69 ya eran 7.900. En Europa pasó curiosamente al revés; en 1960 había 104.000 salas, que en 1969 se convirtieron en 208.000. El aumento es llamativo pero la razón es muy evidente; no solo aumentó el número de salas en los países de Europa del este, sino que la gran parte de ese número se debe al aumento de salas en la URSS, a quien no le servía la señal de la televisión de la que se encargaban los europeos del oeste (Alemania) o los americanos. Aquí en Uruguay el efecto se vivió distinto probablemente porque la tele tardó en llegar a las casas o bien porque las salas estaban recién llegando a los barrios (223 salas en los 60 y 386 en los 70) En Argentina, el resultado se acerca más al factor común: 2.228 en los 60 y 1.612 en los 70, y en Brasil aún más: 2.500 salas en los 70 y 695 en los 60.
Pero avancemos antes de nublar esto de números. Veníamos entonces con que el pueblo empezó a quedarse en casa y a ir menos al cine. Y aquí los datos son más claros que cualquier explicación (bueno, más números) La venta de entradas descendió en los países en los que la tv y el video se desarrollaron más rápido: (en millones) 2.400 espectadores en América del Norte en los 60 y 1.400 en el 69. En los mismos años en Europa Occidental bajó de 3.200 a 2.400. Pero, y aquí es donde los números hablan solos: mientras en los anteriores desciende el número de espectadores, en Europa Oriental se fortalecía el cine; asistieron 4.600 millones en los 60 y en el 69 el número de espectadores aumentó mil millones (5.400). De vuelta aquí el papel de la URSS fue fundamental. En Asia el número de espectadores es muy superior a cualquiera: 8.600 y 8.700 espectadores en los 60 y en el 69, lo que denota la cercanía (geográfica) y la lejanía (económica) de los países asiáticos con Estados Unidos y con los europeos, de un pueblo con menos posibilidad de acceder a la televisión pero mucho más numeroso en cuanto a su población, y con la civilización moderna a medio camino casi por contaminación vecina. Por eso en África, continente realmente lejano y mucho más dispersado que Asia, el número de espectadores por año es apenas de 300 millones (1960) y de 350 millones (1969), concentrando la mayor venta de entradas en Egipto (19 por habitante por año). En América Latina, los espectadores eran 1.000 millones por año (aproximadamente) sin mayores alteraciones. Si bien eran pocos, los números de espectadores por año se repartían con suficiente equivalencia por todo el continente y no se vendían menos de 2 o 3 entradas por año por habitante (en Guatemala o en Brasil p.ej). En Argentina la gente iba un poco más (4 por año). Entre Chile, Cuba y México se vendían 7 por año por habitante, y en Venezuela 9.2 por año por habitante. En un promedio general y solamente útil para su estudio, mundialmente se vendieron 7 entradas en 1960 y el número bajó rotundamente en 1969 a 5.4 entradas. Osea que, al que una vez escuché decir: “antes daban una de Bergman y tenías que ir una hora antes y ahora tenés que pedirle a la gente que por favor las vea” decía la verdad.
Y desde los años 70 hasta hoy este alejamiento de las salas se ha incrementado más aún por razones que ya conocemos. Una de ella es el DVD. La otra es internet. Y también los archivos de video, los pendrive, las computadoras portátiles, los celulares. Se puede ver una película en un celular, viajando en ómnibus en lugar de un salame que imagina películas sos un salame que ve películas. Y no es necesario recorrer año tras año para demostrarlo. Por ejemplo en España hacia 1970 se contaban 383 millones de espectadores por año. Solo en 2001 descendió a 147 millones, y en 2012 se contaron 94 millones de espectadores. En Argentina se ve al inverso; en 2008 fueron 34 millones de espectadores y en 2012, 46 millones. De todas formas recordar que el número, hacia los 70 había sido de 98 millones (más del doble). En nuestro país entre 2004 y 2006 el número de espectadores se ha mantenido en 2 millones, y desde 2004 al 2006 han cerrado 13 salas (en el ultimo año -2006- eran 64). Pero de vuelta lo estamos nublando de números así que paremos acá.

Lo que implican están cifras es que no vamos al cine a ver la última de Won Kar Wai o la última de los Coen -o implican que vamos menos- porque contamos con la posibilidad de verla en la computadora o en unos meses en la tele, etc. Pero lo que nadie puede asegurar es que alguien las vea. Rever a Bergman en la Cinemateca parece inútil porque la posibilidad de rever a Bergman ya no es solo esa, sino que luego esta el videoclub, y si ahí no está estará internet, y si ahí no está será cuestión de que es inencontrable y a otra cosa mariposa. No es una guiñada al pasado ni un reproche, es simplemente así. No es enunciar “hay que ir más al cine”, ni demostrar que antes nacía gente más inteligente, ni decir que es una lastima que antes se entretenían yendo al teatro y ahora viendo a Suar porque ese no es el problema; es solo un impulso por entender ciertas cosas, la sencilla destrucción de un mercado o la compleja construcción de otro más disperso. Porque el problema no es el celular que te deja guardar Persona y verla cuando te estas yendo a Bella Unión dos veces, solo que nadie sabe cuál es el nivel de atención de una persona en un ómnibus frente a Persona. Los cines en su tarea de exhibir el cine tal vez aseguraban que se vieran determinadas cosas, que ahora que cada individuo es su propio director de sala digamos, ya no puede asegurarse. Y a algunos les puede parecer bárbaro y a otros no y está bien así. Yo solo vuelvo a pensar en la misma frase “antes tenías que ir una hora antes a ver una de Bergman, ahora tenés que pedirle a la gente que por favor las vea”.
Fuentes, datos y números de:
Historia del Cine Mundial, Georges Sadoul.
Página del INDEC (Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Argentina))
Página del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España.
Página del INE (Instituto Nacional de Estadísticas (Uruguay))
- La frase sobre Bergman se la escuché decir a Jorge Denevi.
- Mi vecino que ve las de Rambo es Julio, y me pidió un espacio porque está ofreciendo la colección de la saga de Stalone con el libro original y todo en edición deluxe a 1500 pesos. O una promo por 500 pesos más un dvd de Los Puentes de Madison y “arreglamo así” dice. Comuníquense si les interesa.
-El dato de que hace muchos años en Montevideo había un cine cada veinte cuadras es tal vez una exageración, aunque si sí era así no dije nada.
Fotos (de arriba a abajo): Poster de Take Your Girlie To the Movies, canción que cantó Billy Murray en 1919 - Fotograma de La piel dura, de Truffaut - Fotograma de Persona, de Bergman.